lunes, julio 26, 2004

5. Out of season

Cuando abrí el periódico y vi la fotografía recordé la sangre manchando la chamarra. Minutos antes, al despertar, había decidido convertir lo sucedido la noche anterior en un mal sueño. En esa clase de sueños que meses, años después de haberlos soñados su recuerdo todavía inquieta. Pero ahí estaba la noticia. La principal de la sección negra del periódico. Pero la historia era diferente a la que yo conocía. En el diario se podía leer como el capitán Horacio Medina le relataba al reportero que el «ahora muerto» había ofrecido resistencia e incluso había robado el arma del Comandante Eduardo Jiménez al cual había amenazado. Del comandante por cierto se desconocía su paradero. Algunos rumores decían que lo tenían detenido porque en realidad el disparo del arma había sido un error del comandante, mientras que otros sostenían que se había dado a la fuga. Lo cierto es que cuando se le busco para corroborar la versión nadie supo en donde se encontraba.
     Terminé mi desayuno y me dirigí a paso lento rumbo a la agencia, apenas a unas cuadras de mi casa, para ver si había algún encargo para mí. Me sentía inquieto. En cada auto detenido veía un posible espía. Las últimas palabras de Jiménez me habían dejado inquieto. «No se de que es capaz Medina, pero cuídate, eres el testigo incómodo». Lo había dicho con una voz neutral. Sin buscar sembrar pánico, pero tampoco sin restarle importancia. «Cuídate, y no dejes que el miedo venza tu sentido común». Dicho esto había partido ocultándose entre las sombras de la calle. El cansancio me impidió pensar en la seriedad de estás palabras apenas balbuceadas a mitad de un apretón de manos. Caí rendido. Buscando el olvido. Quedé una vez más tendido sobre mi cama sin saber nada del mundo circundante.
     Afortunadamente no volví a encontrar letreros en el espejo del baño, ni en ninguna otra parte de la casa. Tampoco sospechas de que alguien hubiera andado de paseo por las habitaciones. En la agencia no había nada. Sin embargo aproveche que tenía unas impresiones pendientes para encerrarme en uno de los cuartos oscuros que quedaban, casi abandonados, prácticamente ya todo es digital. Entre el olor de aquellos líquidos y la ocasional luz roja de un foco de seguridad el celular comenzó a timbrar. Llamada del Comandante. «¿Has visto lo que salió en el periódico? Quieren culparme. No sé que hay tras todo esto pero alguien muy pesado esta tras los hilos que mueven las acciones de Horacio. Pero me preocupas más tú. Ya sabes. No quiero ponerte paranoico. En cuanto vaya sabiendo como van las cosas te informo. Por lo pronto lo mejor es que piensen que he desaparecido».
     Llamada Breve. Sin oportunidad de preguntar, ni decir nada. Volver a la luz lastimó mis ojos. Deje la agencia y fui a encerrarme a casa. Beth Gibbons en el estéreo y un poco de vodka mientras la tarde se va desparramando. Intentar distraerme archivando viejas fotografías. Conectado al Messenger. Chateando con algunos amigos y otros cuantos desconocidos. Esperando alguna noticia del comandante.
     Una de las fotografías fue arrastrada por el aire que entraba por la ventana y llevada atrás de un librero. Al buscarla me encontré con un papel en el que anotara el teléfono de la chica aquella con la que esta historia había comenzado. El vodka y la voz deliciosa de la Gibbons me hicieron alargar la mano al auricular y marcar esos ocho dígitos. Ella del otro lado de la línea. Un estremecimiento en lo más hondo de mi alma. Concertar la cita. La exposición de esa noche.

lunes, julio 05, 2004

4. La conspiración

La sesión fotográfica había sido un éxito. Al menos en teoría. Ya veríamos las fotos impresas en papel y sabríamos si tal afirmación no había sido prematura. El comandante y yo nos quedamos platicando mientras los demás guardaban los instrumentos. Cuando todo estuvo arreglado se despidieron de nosotros y se fueron en una van con el equipo. Justo a tiempo. Las primeras gotas de lo que sería una terrible tormenta comenzaban a caer. Nos metimos al auto del Comandante. De la guantera sacó el Origin of Simmetry de Muse que comenzó a tocar justo cuando arrancamos. Pronto el agua caía impidiéndonos ver el camino. El limpiabrisas a todo lo que daba. Las calles convertidas en ríos y a los lados autos detenidos con las intermitentes encendidas. Del radio del comandante emergía una voz femenina reverberante y lejana. Un eco encerrado en una habitación vacía. «Un dos treinta en Boulevard Américas y Avenida de las Naciones. Un tres ochenta en Periférico y Avenida Central. Cuatro cuarenta en Río Acueducto y Avenida de la Presa, solicitan refuerzos». El auto pasaba arrojando agua a los costados. Olas gigantescas que caían sobres los coches detenidos.
     —A dónde vamos— preguntó.
     No supe que responder. Cualquier lugar daba lo mismo. Tenía hambre y antojo de hamburguesa. Se lo dije. El era el que manejaba y el que definía el camino. Tomamos uno de los circuitos principales. Por ahí se podía avanzar sin tanto problema. No había encharcamientos. El circuito número tres es una avenida elevada. El Agua cae a los costados por los desagües y desciende hasta el drenaje profundo. Dejamos el circuito tres para perdernos por una serie de calles estrechas y mal iluminadas. La noche adelantaba gracias a la lluvia. La intensidad del agua había bajado. Las luces del automóvil alargaban los objetos en las banquetas dándoles un toque monstruoso. Nos detuvimos en un restaurante de comida rápida y ordenamos desde el auto. Había repetido New Born un par de veces y no se cansaba de repetir que era maravillosa. Por mi parte llevaba el ritmo con los dedos y con movimientos de la cabeza.
     Acostumbrado a su andar nocturno, no tardé en descubrir que para el Comandante era imposible desprenderse de su trabajo. Lo amaba. Y ni en sus días libres dejaba de recorrer la ciudad en busca de cualquier suceso que ameritara su atención. No se trataba tampoco de que fuera un paladín en lucha total contra el crimen. Se trataba de alguien con la adrenalina a tope buscando problemas en los cuales meterse. Lo aprendería esa misma noche.
     Camino a casa el celular del comandante emitió un estridente zumbido. Sin aminorar la velocidad tomó el teléfono con una mano y contestó. Por un breve espacio de tiempo su voz se convirtió en una letanía de monosílabos. «Sí» «No» «Aja». Hasta que un «No me chingues» y un repentino rugir del motor me hicieron comprender que esa noche no regresaría a casa temprano.
     Habían detenido a un presunto culpable del asesinato del hotel. En una distracción de los oficiales que lo escoltaban había logrado escapar y ahora se escondía en las azoteas de alguna de las colonias de la ciudad. Un cerco de patrullas y hombres armados cerraba cualquier vía de escape alrededor de la manzana en que se creía estaba oculto el fugitivo. Habían sacado a las personas de sus hogares con el fin de evitar cualquier intento de tomar rehenes. La voz fantasmal de la radio anunciaba que el sospechoso vestía una chamarra amarilla. Pensé que con ese color tan discreto seguramente sería fácil de localizar, aunque probablemenmte ya se la habría quitado. Los policías respetaban al comandante. Se veía en sus ojos y en sus actitudes. Las casas y azoteas eran revisadas de una en una en equipos conformados por tres elementos. «Quiero que revisen también esas alcantarillas. No dejen nada sin revisar. ¿Entienden cabrones? Nada sin revisar. No quiero pendejadas» En el auto seguía sonando Muse. Y creo que la adrenalina del momento y las guitarras aceleradas y agudas me llevaron a seguir los pasos del Comandante. Alguna vez lo había hecho. Aunque no siguiéndolo precisamente a él. En los tiempos de la nota roja. Sabía cuidar mis espaldas y llevar la cámara presta. La búsqueda pronto fructificó. Era un chico de unos diecinueve años muerto de miedo. Lo arrastraban jalándole de la chamarra que efectivamente era de un color amarillo nada discreto. Sangraba de la comisura de los labios y de la nariz. ¿Se habría resistido? Lo dudaba.
     Lo subieron con violencia a la parte trasera del auto. «Yo me encargo de este cabroncito» Escuché una voz violenta y prepotente a mis espaldas. «El capitán Horacio Medina» y el Comandante señaló al individuo que venía en el asiento trasero apuntando con su arma al joven de la chamarra amarilla. El motor del auto volvió a rugir y nos alejamos de aquel maremagnum de luces y policías.
     Feeling good sonaba en las bocinas del auto cuando escuchamos un fuerte golpe seguido de la voz autoritaria de Horacio Medina. «Confiesa hijo de tu reputa madre o me cae que te va a llevar la rechingada» y vimos como golpeaba con la culata el rostro del joven «Confiesa Cabrón». El comandante detuvo el auto en seco. «No hagas pendejadas y deja de golpear al chavo» Era una avenida que la tormenta había dejado a oscuras. «No me chingues Jiménez. No me chingues» La luz parpadeante del estéreo apenas permitía ver nuestros rostros. «Que dejes de hacer pendejadas cabrón». La habitación vacía que se ha movido ahora a mi estómago. «Ahora resulta que eres defensor de los derechos humanos». Jiménez saca su arma y apunta. «Párale Medina. Párale o me cae que te mato». «No estas viendo que este pendejo fue el que mato a la vieja del hotel y que se esta haciendo el idiota para escapar de nuevo» La pistola de Medina apunta a la cabeza del joven. «Baja esa pinche pistola cabrón, no quiero fallas» Las miradas desafiantes. «No quiero fallas» El odio impreso en ellas. «Confiesa hijo de la chingada, confiesa o te vuelo los sesos». El sonido de la detonación me dejó sordo. El fuego que escapó de la boca metálica deslumbrando. El cuerpo del joven se deslizó lentamente sobre el asiento trasero mientras de su cabeza la sangre escapaba a borbotones. Horacio Medina no titubeaba. «´Te lo buscaste pendejo». Eduardo Jiménez dudaba entre disparar a su compañero o llamar a base para informar la situación. «Ya nos cargo la chingada».
     Cuando me dejaron en casa, Horacio Medina aún traía puesta la chamarra amarilla, no le preocupaba en lo más mínimo la mancha de sangre aún fresca que destacaba sobre la tela. «Quizá sólo sea una pesadilla». No encendí ninguna luz. Preferí avanzar a oscuras. Escuché el sonido del auto de Jiménez escapando hacia un destino ignorado para mí. Caí sobre la cama sin quitarme la ropa. Sin mover las cobijas. Duré unos minutos en silencio, pero el silencio esa noche era demasiado para mí. Encendí la radio. En ella la voz de Jules Magenta cantaba: Hay algo ajeno a nosotros que conspira…