sábado, agosto 07, 2004

6. Cuadros de una exposición

La galería municipal estaba convertida en el punto de encuentro del mundillo artístico de la ciudad. Iba tarde. Me deslicé entre aquel mar de gente que por momentos asfixiaba. Reporteros, pintores, escritores, los infaltables snobs, de todo un poco. A mi lado pasó un mesero cargando un bandeja repleta de vasos con algún preparado color rojo. Tomé uno. El mejor y el peor sitio para un encuentro era justamente este. Si no eres conocido, y al parecer ese era mi caso, puedes pasearte tranquilamente ante la indiferencia de los demás, lo que a veces es bastante bueno. Los cuadros eran en gran formato, coloridos, pincelazos briosos que originaban cuerpos y líneas de gran fuerza y energía. Supuse que ella se encontraría en la sala principal. Comencé a buscarla. Me vi envuelto por el rumor de voces de la sala, misterioso canto del lenguaje. Después de un par de vueltas por el lugar la descubrí a varios metros de donde me encontraba. Ella no podía verme pero yo sí. Me gustó observarla desde este punto distante, periférico. Sus cabellos cayendo sobre la espalda, el cuerpo delicado y frágil, quebradizo en apariencia. Caminaba de un cuadro a otro deteniéndose en cada uno por varios minutos. De repente giraba la cabeza, quizá buscándome, y entonces me escondía entre la gente para evitar que me encontrara. Sabía que podía molestarse, pero el gusto de mirarla voyeurista, se había convertido en un nuevo y refinado placer. La seguí por toda la exposición hasta que me pareció tomaba camino a la puerta. Con pasos lentos y silenciosos me acerqué a su espalda. Quizá notó mi presencia o simplemente coincidió, justo en ese momento se dio la vuelta. Alargué mis brazos y la envolví. Llevé mi boca a sus labios. Ella no se negó. Flotamos sumergidos en un océano de murmullos.
     La ventaja de contar las cosas desde un presente lejano del momento en que estas sucedieron es que nos da la capacidad de observación que sólo se consigue a la distancia. No es por supuesto novedoso hablar de que los encuentros sin el fin de trascender son los que por alguna u otra razón se incrustan en nosotros con mayor fuerza. Las relaciones en las que no se apuesta nada y no se teme nada. Aquellas en las que uno va franco porque el momento dura un día, una noche, apenas unas horas. Y luego un papel con un teléfono anotado. Un nombre. El temblor en la mano. La duda. El auricular y el sonido que comunica con otra voz a kilómetros de distancia. Pronunciar el nombre. Escuchar el de uno. Intercambio de frases. Escaramuza rápida. Fijación de un nuevo encuentro. Y esa necesidad, ese gusto por una segunda vez ya nos habla que lo fortuito va quedando de lado. Que hubo una semilla sembrada que esta germinando. Nada firme. Quizá después la nada o una tercera. Que será la vencida porque después vendrá la cuarta, quinta y muchas más y entonces se trasciende la barrera y uno es bienvenido nuevamente al mundo de los encuentros y desencuentros, de la desdicha y la felicidad. Pero todo esto en el segundo encuentro ninguno de los dos los sabías. Era el deseo del otro cuerpo, el sabor de una saliva, el olor de la piel sudorosa, ensombrecida por la luz de una luna llena asomándose por la ventana.
     La tomé de la mano y con la otra le acerqué un vaso nuevo. Lo bebió, aunque no dijo nada supe que no le había gustado. De la sala principal nos dirigimos a una secundaria donde caminamos bajo un bosque de pétalos de rosa y redes de hamaca que colgaban del techo. Extraño bosque. Tomé su mano. Mucha luz. Paredes blancas. Quizá un nuevo beso. Volvimos a la sala principal y nos dirigimos a la salida. No teníamos plan alguno. Quizá una pizza. Quizá un bar. Baile hasta la madrugada y después ya no un motel, sería mi casa o la suya incluso, pero hasta ese momento nada hablado.
     «Por ningún motivo apagues tu celular, será nuestra vía de contacto» Esas habían sido las últimas palabras que recibí del comandante. Palabras que recordé al momento de salir de la galería cuando me di cuenta que un misterioso automóvil se encontraba aparcado justo enfrente. Palabras a las que de haber realmente atendido podrían haber cambiado el curso de los acontecimientos futuros, ahora pasados.
     Un par de horas antes me encontraba dentro de una sala cinematográfica por lo que desoyendo los consejos de Jiménez apagué el celular para que no molestara en plena función. Y esto lo recordé cuando las luces de un auto aparcado en la esquina se encendieron y avanzo hacia la puerta por donde salíamos. Tome el aparato y lo encendí. El auto se detuvo a nuestro lado. Del otro auto descendieron dos tipos altos y fornidos de aspecto amenazador. De las bocinas del celular escapó un sonido intermitente para anunciar la recepción del mensaje. La gente comenzó a apartarse del camino que irremediablemente llevaría al par de tipos a nosotros. Ella me miraba inquieta y temerosa. Por mi parte un sudor frío recorrió mi cuerpo cuando leí el mensaje: «Horacio Medina te esta buscando, escóndete». Demasiado tarde. El vidrio polarizado del auto descendió lentamente y tras la ventanilla reconocí el rostro de Medina.
     —Amigo Bruno, nos volvemos a encontrar. Que gusto verte
     —Qué tal…
     —Adoro las casualidades. Encontrarte justo aquí, quien lo creería, justo cuando necesitamos que nos acompañes, hay algunas cosas que queremos aclarar sobre el paradero de Jiménez
     —supongo que no hay forma de negarse…
     —Desgraciadamente no — y miró al par de gorilas que en ese entonces se encontraban ya detrás de nosotros—pero prometo que no será tardado, una visita rápida, mera formalidad.
     —Al menos me dejarás despedirme de ella…
     —La chica viene con nosotros…
     Y fue así como terminamos dentro del auto de Horacio Medina, de quien por supuesto, cabía esperar cualquier cosa.