lunes, junio 21, 2004

2. Alter Ego

Cuando desperté el corazón daba tumbos dentro de mi pecho. Estiré la mano sólo para descubrir que Ella no estaba a mi lado. En el hueco que había dejado entre las sábanas aún podía percibirse cierta tibieza. Una hoja en el buró con un teléfono fue su despedida. Por mi parte yo trataba de recuperar el ritmo normal de mis latidos mientras me preguntaba cuál sería la razón de llevar un par de días soñando lo mismo. El sueño comenzaba siempre conmigo de espectador invisible mirando hacia una habitación donde el color azul dominaba sobre los objetos: las paredes, un cuadro, una pequeña mesa, una lámpara, un par de sillones, una escultura, un reloj, y lo más importante una chica de mirada perdida en un vestido azul escotado y bastante corto sosteniendo en sus manos un papel. Todo azul salvo la alfombra y las cortinas pintadas de un sanguinolento color rojo. Tenía la certeza de que esa imagen era la imagen de un cuadro que había visto en alguna exposición no hacía mucho tiempo. En el sueño recuerdo que entraba a la habitación y la chica no se movía. A sus pies se encontraba el cuerpo de un hombre boca abajo. Muerto. La mano extendida. Dramática. Rígida pero a la vez a punto de moverse. Me acercaba a ella y me ponía frente a sus ojos perdidos. Nada. Algún parpadeo de vez en cuando. A mi lado creía escuchar el zumbido del foco de la lámpara. El reloj avanzando hacia un futuro que se volvía presente. Miraba los pies de la chica. Unos zapatos blancos. El zapato del tipo a un lado de donde ella permanecía sentada. Estiré mi mano hacia su rostro. Rozo apenas sus labios. Su rostro se transforma. Comienza a transformarse en una gorgona. Sus cabellos se vuelven serpientes. Su piel amarillenta. Y entonces abre la boca y un agudo sonido lastima mis oídos. Y entonces. Siento como la mano del tipo, muerto, se aferra a mi tobillo. Garfio. El dolor aumenta. Como si alguien con una navaja estuviera serruchando mi piel. Y no puedo moverme. Ni llevar mis manos a las orejas. Se escuchan extraños gruñidos a mi espalda. El foco de la lámpara comienza a parpadear. Se apaga. Y entonces despierto.
     Estrujo el papel con el número telefónico y lo guardo en una de las bolsas del pantalón. No tengo idea de la hora. Debe ser temprano. El día aún se siente fresco. Camino por calles grises a la sombra de altos edificios. No hay tiempo de llegar a casa. Directo al trabajo. Llego a la agencia y soy de los primeros. Aún no hay café. Me encierro en el laboratorio. No hay en realidad mucho trabajo. Meto la mano en los bolsillos en busca del teléfono de Ella. Encuentro un papel. Por sus dimensiones se que no es el teléfono. Enciendo la luz. Es la tarjeta que me dio el detective. «Tenemos que vernos nuevamente». Cuánto tiempo había pasado desde entonces. Desde aquella fotografía borrosa del niño. Apenas la recordaba. La imagen de un niño sonriente desvaneciéndose en el papel me hizo pensar en una fotografía de mi infancia. En ella estoy sentado sobre un coche de pedales. Y miro hacía un punto indefinido. Así he seguido. Mirando hacia un punto indefinido. Desde entonces.
     A media mañana el repiqueteo del celular me saca de una junta con el director del despacho. Es él. «Tenemos que vernos». Respondo de manera afirmativa. Siento un leve temblor en mi voz. Me indica el lugar. No es el edificio de la policía. Su voz es afable. Me parece escuchar de fondo el estridente ruido de un poderoso conjunto de metal. «Revise la tarjeta. Revise la tarjeta. Ahí viene la dirección y mi teléfono». Y cuelga. Regreso a la junta y ahí está mi jefe con una mirada de reproche. Sonrío.
     Salgo de la agencia cansado y aburrido. Con ganas de que embotar mis sentidos. Entro al supermercado de la esquina y compro algo de licor. Voy bebiendo por la calle. Es mi hora favorita. El cielo se tiñe de amarillo. La luz de ese mismo color envuelve los edificios y las calles. Bebo. El alcohol navega en mi boca. Un auto se detiene a mi lado. Miro de reojo. Se abre la puerta. Es una patrulla. Escucho el golpe del metal al cerrarse. Unos pasos apresurados. El sonido de una gabardina. Bebo. Una mano firme en mi hombro. «A dónde con tanta prisa». Su voz retumba en mis oídos. Bajo el brazo. Volteo. Es él. El detective. Sonríe. Esbozo un saludo. Recuerdo que habíamos quedado de encontrarnos. Pienso en una excusa. «Que bueno que nos encontramos. ¿Qué casualidad no?» Respondo afirmativamente. Extiendo el brazo y le ofrezco la botella. «Aquí en la banqueta no, pero subamos al auto». Su voz es amable pero autoritaria. Supongo que no me queda de otra. «Y bien amigo mio. Espero que ya tenga una idea sobre lo que le quiero decir». Esbozo un sí sin convicción a manera de respuesta pero no tengo ni la menor idea de que es lo que pretende. Del bolsillo del pantalón saco un papel arrugado. Es su tarjeta. «Ah veo que conservó la tarjeta. ¿Nos ha escuchado?». Digo que no. Agacho la cabeza y miro la tarjeta. «Pues esta de suerte. Justo iba para el ensayo. Sé que le encantará. No podrá rehusarse a trabajar con nosotros. El destino nos puso en su camino» En la tarjeta leo: «Alter Ego. Rock. Eduardo Jiménez, El Comandante, voz».