lunes, julio 05, 2004

4. La conspiración

La sesión fotográfica había sido un éxito. Al menos en teoría. Ya veríamos las fotos impresas en papel y sabríamos si tal afirmación no había sido prematura. El comandante y yo nos quedamos platicando mientras los demás guardaban los instrumentos. Cuando todo estuvo arreglado se despidieron de nosotros y se fueron en una van con el equipo. Justo a tiempo. Las primeras gotas de lo que sería una terrible tormenta comenzaban a caer. Nos metimos al auto del Comandante. De la guantera sacó el Origin of Simmetry de Muse que comenzó a tocar justo cuando arrancamos. Pronto el agua caía impidiéndonos ver el camino. El limpiabrisas a todo lo que daba. Las calles convertidas en ríos y a los lados autos detenidos con las intermitentes encendidas. Del radio del comandante emergía una voz femenina reverberante y lejana. Un eco encerrado en una habitación vacía. «Un dos treinta en Boulevard Américas y Avenida de las Naciones. Un tres ochenta en Periférico y Avenida Central. Cuatro cuarenta en Río Acueducto y Avenida de la Presa, solicitan refuerzos». El auto pasaba arrojando agua a los costados. Olas gigantescas que caían sobres los coches detenidos.
     —A dónde vamos— preguntó.
     No supe que responder. Cualquier lugar daba lo mismo. Tenía hambre y antojo de hamburguesa. Se lo dije. El era el que manejaba y el que definía el camino. Tomamos uno de los circuitos principales. Por ahí se podía avanzar sin tanto problema. No había encharcamientos. El circuito número tres es una avenida elevada. El Agua cae a los costados por los desagües y desciende hasta el drenaje profundo. Dejamos el circuito tres para perdernos por una serie de calles estrechas y mal iluminadas. La noche adelantaba gracias a la lluvia. La intensidad del agua había bajado. Las luces del automóvil alargaban los objetos en las banquetas dándoles un toque monstruoso. Nos detuvimos en un restaurante de comida rápida y ordenamos desde el auto. Había repetido New Born un par de veces y no se cansaba de repetir que era maravillosa. Por mi parte llevaba el ritmo con los dedos y con movimientos de la cabeza.
     Acostumbrado a su andar nocturno, no tardé en descubrir que para el Comandante era imposible desprenderse de su trabajo. Lo amaba. Y ni en sus días libres dejaba de recorrer la ciudad en busca de cualquier suceso que ameritara su atención. No se trataba tampoco de que fuera un paladín en lucha total contra el crimen. Se trataba de alguien con la adrenalina a tope buscando problemas en los cuales meterse. Lo aprendería esa misma noche.
     Camino a casa el celular del comandante emitió un estridente zumbido. Sin aminorar la velocidad tomó el teléfono con una mano y contestó. Por un breve espacio de tiempo su voz se convirtió en una letanía de monosílabos. «Sí» «No» «Aja». Hasta que un «No me chingues» y un repentino rugir del motor me hicieron comprender que esa noche no regresaría a casa temprano.
     Habían detenido a un presunto culpable del asesinato del hotel. En una distracción de los oficiales que lo escoltaban había logrado escapar y ahora se escondía en las azoteas de alguna de las colonias de la ciudad. Un cerco de patrullas y hombres armados cerraba cualquier vía de escape alrededor de la manzana en que se creía estaba oculto el fugitivo. Habían sacado a las personas de sus hogares con el fin de evitar cualquier intento de tomar rehenes. La voz fantasmal de la radio anunciaba que el sospechoso vestía una chamarra amarilla. Pensé que con ese color tan discreto seguramente sería fácil de localizar, aunque probablemenmte ya se la habría quitado. Los policías respetaban al comandante. Se veía en sus ojos y en sus actitudes. Las casas y azoteas eran revisadas de una en una en equipos conformados por tres elementos. «Quiero que revisen también esas alcantarillas. No dejen nada sin revisar. ¿Entienden cabrones? Nada sin revisar. No quiero pendejadas» En el auto seguía sonando Muse. Y creo que la adrenalina del momento y las guitarras aceleradas y agudas me llevaron a seguir los pasos del Comandante. Alguna vez lo había hecho. Aunque no siguiéndolo precisamente a él. En los tiempos de la nota roja. Sabía cuidar mis espaldas y llevar la cámara presta. La búsqueda pronto fructificó. Era un chico de unos diecinueve años muerto de miedo. Lo arrastraban jalándole de la chamarra que efectivamente era de un color amarillo nada discreto. Sangraba de la comisura de los labios y de la nariz. ¿Se habría resistido? Lo dudaba.
     Lo subieron con violencia a la parte trasera del auto. «Yo me encargo de este cabroncito» Escuché una voz violenta y prepotente a mis espaldas. «El capitán Horacio Medina» y el Comandante señaló al individuo que venía en el asiento trasero apuntando con su arma al joven de la chamarra amarilla. El motor del auto volvió a rugir y nos alejamos de aquel maremagnum de luces y policías.
     Feeling good sonaba en las bocinas del auto cuando escuchamos un fuerte golpe seguido de la voz autoritaria de Horacio Medina. «Confiesa hijo de tu reputa madre o me cae que te va a llevar la rechingada» y vimos como golpeaba con la culata el rostro del joven «Confiesa Cabrón». El comandante detuvo el auto en seco. «No hagas pendejadas y deja de golpear al chavo» Era una avenida que la tormenta había dejado a oscuras. «No me chingues Jiménez. No me chingues» La luz parpadeante del estéreo apenas permitía ver nuestros rostros. «Que dejes de hacer pendejadas cabrón». La habitación vacía que se ha movido ahora a mi estómago. «Ahora resulta que eres defensor de los derechos humanos». Jiménez saca su arma y apunta. «Párale Medina. Párale o me cae que te mato». «No estas viendo que este pendejo fue el que mato a la vieja del hotel y que se esta haciendo el idiota para escapar de nuevo» La pistola de Medina apunta a la cabeza del joven. «Baja esa pinche pistola cabrón, no quiero fallas» Las miradas desafiantes. «No quiero fallas» El odio impreso en ellas. «Confiesa hijo de la chingada, confiesa o te vuelo los sesos». El sonido de la detonación me dejó sordo. El fuego que escapó de la boca metálica deslumbrando. El cuerpo del joven se deslizó lentamente sobre el asiento trasero mientras de su cabeza la sangre escapaba a borbotones. Horacio Medina no titubeaba. «´Te lo buscaste pendejo». Eduardo Jiménez dudaba entre disparar a su compañero o llamar a base para informar la situación. «Ya nos cargo la chingada».
     Cuando me dejaron en casa, Horacio Medina aún traía puesta la chamarra amarilla, no le preocupaba en lo más mínimo la mancha de sangre aún fresca que destacaba sobre la tela. «Quizá sólo sea una pesadilla». No encendí ninguna luz. Preferí avanzar a oscuras. Escuché el sonido del auto de Jiménez escapando hacia un destino ignorado para mí. Caí sobre la cama sin quitarme la ropa. Sin mover las cobijas. Duré unos minutos en silencio, pero el silencio esa noche era demasiado para mí. Encendí la radio. En ella la voz de Jules Magenta cantaba: Hay algo ajeno a nosotros que conspira…