jueves, octubre 21, 2004

7. El extraño mundo de Medina

La penetrante loción que usaba Horacio Medina invadía el interior del automóvil impregnándolo de un tufo dulzón y molesto. Medina jugaba con su pistola, le daba vueltas entre sus manos y de pronto nos apuntaba con ella a los que veníamos en la parte trasera del auto. Uno de sus acompañantes manejaba, el otro permanecía sentado a mi lado, cuidándome. «Lo he citado aquí, estimado amigo, y debo reconocer su amabilidad y espíritu de cooperación al acudir tan puntual, porque me parece que en toda esta ciudad es el único que conoce el paradero del ex comandante Jiménez, el cual según recuerdo es su amigo. Debo recordarle —y en sus ojos se podía ver una feroz amenaza— ahora es un delincuente.» El automóvil avanzaba pero no podía ver hacía donde nos dirigíamos, los vidrios polarizados lo impedían, aunque lo más seguro era que estuviéramos dando vueltas sin una dirección específica. De cualquier manera yo no deseaba perder de vista el arma que Medina tenía en sus manos. A mi lado la chica trataba de aparentar calma y serenidad pero sus manos sudaban y su cuerpo se encontraba rígido e inmóvil. «Me gustaría que nos dijera, pues estamos seguros de que lo sabe, el paradero de Jiménez, tenemos conocimiento de que antes de desaparecer marco a su teléfono, coopere con nosotros que nada le cuesta y díganos donde está. En su casa por supuesto no esta, nos tomamos la libertad de inspeccionarla no creímos necesario avisarle, sabíamos de antemano que estaría de acuerdo en apoyar el trabajo de la justicia, porque usted no ha pensado obstruir la justicia ¿cierto?» Nos miramos a los ojos. Seguramente el contemplaba un rostro lleno de impotencia e ira. Esbozó una sonrisa y luego la miro a ella. Por un momento dejó el arma y con afectada naturalidad puso una mano en las rodillas de la chica. Mi cabeza bien podría ser una de las llantas del auto: sentía que el mundo a mi alrededor no paraba de girar. Había recibido la alerta de Jiménez demasiado tarde, y no dejaba de preguntarme si existía alguna manera de que el se enterara de nuestra captura y si además estaba en posibilidades reales de tomar alguna iniciativa que culminara con nuestro rescate. Sabía que Medina sería muy capaz de eliminarnos sin ninguna clase de escrúpulo. Muy capaz. Ya lo había comprobado apenas unos días antes. La mano de la chica comenzó a subir por el muslo de la chica. Su furia se había tornado momentáneamente en lascivia. La mire de reojo y con eso pude distinguir el esfuerzo que ella hacía por no gritar. Intenté moverme pero de inmediato me sentí atenazado por un par de fuertes manos y creí percibir el cañón frío de una pistola cerca de mis costillas invitándome a no perder la compostura. «Tu sabes, tan bien como yo, que Jiménez no mató a ese muchacho» Dije sin pensarlo ante la necesidad de hacer algo que impidiera que las manos de Medina subieran aun más por el cuerpo de ella. Esperaba lo peor pero nuestro captor tan sólo fingió una sonrisa amable que se transformó en una cólera silenciosa que le inyectaba de escarlata los ojos. Dejó el anticuado usted y se dirigió franco a mí. «Sin duda que debes ser muy buen amigo de Jiménez para que aún lo defiendas, incluso después de que ambos fuimos testigos de cómo perdió los estribos. No supo mantener la cabeza fría». Volvía a juguetear con la pistola. Ya no se preocupaba por parecer amable. El tono de su voz delataba el coraje contenido con muchos trabajos. A una mirada de Medina el gorila que tenía a mi lado me atenazo con sus enormes brazos impidiendo cualquier movimiento de mi parte. «Recuerdo muy bien» continúo Medina «que después de capturar al asesino de la mujer del hotel, lo subimos al auto y todo el camino se la pasó insultándonos, ¿no lo negarás verdad? En realidad la cuestión de los insultos es de lo más normal en este trabajo. El problema fue cuando el tipo ese comenzó a insultar a la mujer del comandante. Y fíjate que yo no digo que el asesino no mereciera morir, vaya que se lo merecía, lo que le hizo a aquella pobre mujer no tiene nombre» y no pude evitar sentir un dejo de sarcasmo en sus palabras «pero por algo será que existen las leyes, ¿no le parece señor fotógrafo?» y apuntó el arma hacia mi rostro. El terror me tenía atrapado aún más firmemente que el gorila que sujetaba mi cuerpo. Si a aquel desquiciado se le ocurría disparar, y lo creía muy capaz, ese iba a ser el final de mi vida. Y sin embargo me negué a creerlo, a pesar de lo inminente que era la posibilidad. Y no tuve ningún flashback con el recuento de mi vida. Ni mi espíritu se encontraba en calma y resignado. Al contrario mi cuerpo alojaba adrenalina y miedo. Un escalofrío hiriente recorría mis venas junto al fluir de la sangre «recuerda fotógrafo como tomó el arma, así como ahora yo, luego apuntó a la cabeza, vamos, ambos lo vimos». Cerré los ojos, si disparaba no quería ver en que momento lo hacía, cerrar los ojos al mismo tiempo de alguna manera, estúpida y sin lógica, me hacía creer que podía fallar a pesar de que la distancia entre nosotros era apenas de un metro. ¿En qué momento sentiría el calor de la bala atravesar mi piel? ¿En qué momento sentiría que la vida se terminaba? No creo que nadie este preparado para morir. «Y… ¡Pum!» Nada. Unos instantes de silencio. Unos segundos apenas que me parecieron minutos, y de pronto, un horrísono estruendo y un fuerte golpe que nos arroja unos sobre otros, mientras el auto creo da vueltas. Gritos. Maldiciones. Me aferro a ella como puedo, y en el fondo no sé si la lastimo o la protejo. Cristales rotos. Creo incluso haber escuchado la detonación de un arma. Mi cuerpo adolorido. Oscuridad.