sábado, marzo 26, 2005

10. A manera de epílogo

Dos cosas olvidé preguntarle al ex comandante aquella madrugada, y por mucho tiempo me dije a mí mismo que la próxima vez que lo viera lo haría: qué había sucedido con la foto que encontrara en el piso del hotel el día del asesinato, y qué relación tenía con el asunto la confusa nota que apareció en el espejo del baño. Cuando al fin logre preguntarle me dijo que la foto no tenía nada que ver, que quizá fuera de alguno de los empleados del hotel. De la nota no tenía la menor idea. Por algunas semanas esto me tuvo inquieto casi al punto de no poder conciliar el sueño, cuando en uno de esos resquicios que se abren de pronto en la memoria lo recordé: la letra era de mi madre, por aquellos días me había encargado llevar a revelar un rollo de su último viaje, se entiende que confiaba en su hijo fotógrafo, pero el resultado de las fotos fue deplorable. Por supuesto aun soy culpable de las fallas de su cámara.

9. No todo termina por saberse.

Permanecí una semana en el hospital. La heridas no eran graves, contusiones y una pierna rota que tardó en sanar alrededor de dos meses. De los días en el hospital lo que recuerdo es la presencia casi todo el tiempo de ella. Y esa presencia que me fue enamorando con el paso de los días y que siguió de manera ininterrumpida toda la convalecencia. Del comandante su silencio. De nueva cuenta su desaparición. Una escueta nota donde en su parco estilo anunciaba que las cosas marchaban.
      Mi rutina de esos días era despertar, leer los periódicos, recibir los alimentos en la cama, fotografíar mis pies en cientos de posturas diferentes, luego a ella, platicar con los amigos que aparecían hasta eso constantemente, terminar de leer la pequeña biblioteca de la casa. De pronto un envío de Jiménez: un cuaderno y en la primera página “Deberías escribir”. Lo tomé a broma y fue que comencé esta historia. Pero lo mío en definitiva es la fotografía. Finalmente me dieron de alta y fue el caos. Todo mundo quería comprobar si en verdad había “quedado bien”. Me sentía como un pequeño dando sus primeros pasos titubeantes y la rehabilitación me dejaba exhausto. Poco antes de volver a la agencia ella organizó una fiesta, invito a todos mis conocidos, el departamento estaba atiborrado de gente. Lo mejor fue la aparición de Jiménez como si nada hubiera sucedió. Afable pero no afectuoso en demasía. En algún momento de esa noche, aún lúcido, me pregunté que significa para él estar ahí, qué lo motivaba a buscar mi amistad si apenas teníamos una pocas semanas de conocernos y aunque habíamos compartido situaciones de cierto modo extremas en realidad no nos conocíamos. Hasta mucho tiempo después me enteraría que fue justo en esa fiesta donde conocía a la chica que ahora es su esposa.
      Corríeron los martinis y la música lounge hasta la madrugada profunda que fue la hora que eligió la mayoría para retirarse. Al final, Jiménez (con quien no había vuelto a platicar desde que nos saludamos) y yo terminamos sentados en el comedor, la voz inigualable de Jules Magenta de fondo musical, y sobre la mesa los últimos decilitros de una botella de vodka y una cajetilla de cigarros a punto de terminarse. Ambos ya con bastante alcohol en la sangre pero no el suficiente aún para ser derrotados por la embriaguez, el sueño o el cansancio.
      —Ahora me dedicaré sólo a tocar música—. Dijo sin mirarme y sin embargo la noticia no me sorprendió. Lo miraba fijamente pero ignoro si sentía esa mirada sobre de él.
      —Ya no seré más comandante— ahora era él quien miraba, no hacia mí, en dirección a un punto invisible frente a él —me he dado de baja.
      El silencio entre canción y canción que acompañó el final de la frase del ahora ex comandante le dio un toque dramático al momento.
      —Había alguien muy importante tras Medina—. Sacó un nuevo cigarro de la cajetilla y sacando su encendedor de entre sus ropas lo encendió. Enseguida le dio una larga fumada. —Yo también tengo padrinos importantes, supongo que de alguna manera todos tienen a alguien “arriba”. Así es el sistema, pero eso ya lo sabes. Por eso estoy aquí contigo y no en una cárcel de alta seguridad o simplemente desaparecido.— Ahora si estaba realmente sorprendido. Uno sabe que estas cosas sucede pero por extrañas razones siempre imagina que jamás lo llegarán a tocar.—No todo lo que acontece termina por saberse—. El cielo comenzaba a dejar ver un tímido azul casi morado. —No sé que se negoció. Pudo ser algo importante, algo de aparador, pero incluso también algo sin importancia, incluso nada. En todo caso el trato incluía mi renuncia. Sin goce de sueldo por supuesto—. Un nuevo silencio mientras la nube de humos se dispersaba sobre nuestras cabezas. —Fue Medina el que mató a la mujer del hotel. Seguía órdenes. No se más al respecto. Quizá ella fuera amante de algún poderosos, tal vez pensaron que sabía demasiado. A lo mejor sólo querían joder a Medina. O lo conocían muy bien o no sabían quien era. Perdió el control y lo demás se fue a la chingada. La noche del asesinato en el auto, regresé a la oficina y me encontré con la orden de que me desapareciera de inmediato. No sabía por qué pero esas órdenes no deben tomarse a la ligera. El periódico del día siguiente me hizo entender la razón de la orden. Me protegían. Pero incluso así, si no hubiese sido Medina el elegido no estaríamos platicando en este momento. Era un tipo violento y sin escrúpulos, pero demasiado impulsivo y eso fue lo que permitió seguir sus pasos sin que se percatara. El día de la exposición pintaba perfecto para acercarse a ti y eliminarte. Marqué a tu celular pero estaba apagado. Tuve que improvisar. Como lo imaginas fui yo el que choco el auto de Medina.
      —Pero entonces qué, ¿Medina confesó de última hora?
      —Claro que no. Fue su sangre. —Aproveché este momento para levantarme y hacer que el disco volviera a sonar.
      —Antes de matar a la tipa del hotel la golpeó. Pero ella alcanzó a herirlo. Un ligero rasguño con las uñas. Más que suficiente. Tengo amigos en el forense que me informaron de eso y fue cuestión de apresurarse para que no borraran los registros. La información aparece o desaparece según convenga.
      —Nada se supo de eso…— balbucee
      —Por supuesto que no. Se manejó como un accidente. Alguién roba un camión por un motivo que se ignora. Choca y huye. Ustedes no eran sospechosos, ni había registro de su detención, por lo tanto quedaron tan sólo como pasajeros…
      —Escuché disparos
      —Y los hubo… —guardo un silencio no sé si con la intención de hacer ese momento más dramático —el par de gorilas de Medina aún heridos intentaban matarlos. Fui más rápido—. Nuevo silencio. La claridad del nuevo día filtrándose a través de la ventana. —entregué los resultados del análisis de sangre a mi protector y estos fueron los resultados de la negociación. Aquí estamos, contemplando un amanecer— se levantó y se aproximó a la ventana—No todos tenemos tanta suerte, sabes. No todos. Regresó a la mesa sin sentarse y apagó el cigarro en el cenicero —Ahora me dedicaré al rock.

viernes, marzo 25, 2005

8. La suerte

Despertar de cualquier sueño. El primer sentido que se recupera es el auditivo. Inmediatamente después el del tacto. El gusto. Olfato. Hasta el final la vista. Respira. Recuerda. Imágenes confusas. Una pistola. Teorías inconexas. ¿Acaso la bala disparada había errado su objetivo? ¿Se trataba de un último momento de lucidez antes de morir? Emerger de la negrura. Una leve luz. Recuerdos fusionados en una película sin sentido. Incoherencias mentales. Los sonidos ininteligibles. Voces. Caer de nuevo en el sopor. Tiempo detenido. Apenas un abrir y cerrar de ojos. Horas incluso días. Parpadeo. Quizá soñar pero ningún recuerdo del sueño. Y luego, quizá en el mismo orden, la recuperación de los sentidos. Nueva voz. Siluetas que ahora si se van definiendo. Ella sonriendo. Un hombre maduro y desconocido. Ella con el brazo en un cabestrillo. Una enfermera (lo sabe por su uniforme) que escribe algo en su bitácora. Una voz masculina proveniente de un punto ciego para él y una mano firme en el brazo. Las voces, las frases de los otros aún le parecen murmullos. Intenta mover los brazos y le pesan. Deseo voltear pero no puedo. La luz encandila. Alguien pide cerrar las persianas. Los murmullos adquieren matices y tonos. La voz de ella nuevamente. Es un saludo. Alegre y compungido. De nuevo la voz de aquel hombre desconocido. Ir recuperando el movimiento. “Me parece que corrió con mucha suerte. Que ambos tuvieron bastante suerte” De nuevo el apretón en el brazo. Mover la mano a manera de saludo. Ella toma la mano. Girar lentamente el cuerpo. Encontrar a quien en esos momentos entra a mi ángulo de visión.

jueves, octubre 21, 2004

7. El extraño mundo de Medina

La penetrante loción que usaba Horacio Medina invadía el interior del automóvil impregnándolo de un tufo dulzón y molesto. Medina jugaba con su pistola, le daba vueltas entre sus manos y de pronto nos apuntaba con ella a los que veníamos en la parte trasera del auto. Uno de sus acompañantes manejaba, el otro permanecía sentado a mi lado, cuidándome. «Lo he citado aquí, estimado amigo, y debo reconocer su amabilidad y espíritu de cooperación al acudir tan puntual, porque me parece que en toda esta ciudad es el único que conoce el paradero del ex comandante Jiménez, el cual según recuerdo es su amigo. Debo recordarle —y en sus ojos se podía ver una feroz amenaza— ahora es un delincuente.» El automóvil avanzaba pero no podía ver hacía donde nos dirigíamos, los vidrios polarizados lo impedían, aunque lo más seguro era que estuviéramos dando vueltas sin una dirección específica. De cualquier manera yo no deseaba perder de vista el arma que Medina tenía en sus manos. A mi lado la chica trataba de aparentar calma y serenidad pero sus manos sudaban y su cuerpo se encontraba rígido e inmóvil. «Me gustaría que nos dijera, pues estamos seguros de que lo sabe, el paradero de Jiménez, tenemos conocimiento de que antes de desaparecer marco a su teléfono, coopere con nosotros que nada le cuesta y díganos donde está. En su casa por supuesto no esta, nos tomamos la libertad de inspeccionarla no creímos necesario avisarle, sabíamos de antemano que estaría de acuerdo en apoyar el trabajo de la justicia, porque usted no ha pensado obstruir la justicia ¿cierto?» Nos miramos a los ojos. Seguramente el contemplaba un rostro lleno de impotencia e ira. Esbozó una sonrisa y luego la miro a ella. Por un momento dejó el arma y con afectada naturalidad puso una mano en las rodillas de la chica. Mi cabeza bien podría ser una de las llantas del auto: sentía que el mundo a mi alrededor no paraba de girar. Había recibido la alerta de Jiménez demasiado tarde, y no dejaba de preguntarme si existía alguna manera de que el se enterara de nuestra captura y si además estaba en posibilidades reales de tomar alguna iniciativa que culminara con nuestro rescate. Sabía que Medina sería muy capaz de eliminarnos sin ninguna clase de escrúpulo. Muy capaz. Ya lo había comprobado apenas unos días antes. La mano de la chica comenzó a subir por el muslo de la chica. Su furia se había tornado momentáneamente en lascivia. La mire de reojo y con eso pude distinguir el esfuerzo que ella hacía por no gritar. Intenté moverme pero de inmediato me sentí atenazado por un par de fuertes manos y creí percibir el cañón frío de una pistola cerca de mis costillas invitándome a no perder la compostura. «Tu sabes, tan bien como yo, que Jiménez no mató a ese muchacho» Dije sin pensarlo ante la necesidad de hacer algo que impidiera que las manos de Medina subieran aun más por el cuerpo de ella. Esperaba lo peor pero nuestro captor tan sólo fingió una sonrisa amable que se transformó en una cólera silenciosa que le inyectaba de escarlata los ojos. Dejó el anticuado usted y se dirigió franco a mí. «Sin duda que debes ser muy buen amigo de Jiménez para que aún lo defiendas, incluso después de que ambos fuimos testigos de cómo perdió los estribos. No supo mantener la cabeza fría». Volvía a juguetear con la pistola. Ya no se preocupaba por parecer amable. El tono de su voz delataba el coraje contenido con muchos trabajos. A una mirada de Medina el gorila que tenía a mi lado me atenazo con sus enormes brazos impidiendo cualquier movimiento de mi parte. «Recuerdo muy bien» continúo Medina «que después de capturar al asesino de la mujer del hotel, lo subimos al auto y todo el camino se la pasó insultándonos, ¿no lo negarás verdad? En realidad la cuestión de los insultos es de lo más normal en este trabajo. El problema fue cuando el tipo ese comenzó a insultar a la mujer del comandante. Y fíjate que yo no digo que el asesino no mereciera morir, vaya que se lo merecía, lo que le hizo a aquella pobre mujer no tiene nombre» y no pude evitar sentir un dejo de sarcasmo en sus palabras «pero por algo será que existen las leyes, ¿no le parece señor fotógrafo?» y apuntó el arma hacia mi rostro. El terror me tenía atrapado aún más firmemente que el gorila que sujetaba mi cuerpo. Si a aquel desquiciado se le ocurría disparar, y lo creía muy capaz, ese iba a ser el final de mi vida. Y sin embargo me negué a creerlo, a pesar de lo inminente que era la posibilidad. Y no tuve ningún flashback con el recuento de mi vida. Ni mi espíritu se encontraba en calma y resignado. Al contrario mi cuerpo alojaba adrenalina y miedo. Un escalofrío hiriente recorría mis venas junto al fluir de la sangre «recuerda fotógrafo como tomó el arma, así como ahora yo, luego apuntó a la cabeza, vamos, ambos lo vimos». Cerré los ojos, si disparaba no quería ver en que momento lo hacía, cerrar los ojos al mismo tiempo de alguna manera, estúpida y sin lógica, me hacía creer que podía fallar a pesar de que la distancia entre nosotros era apenas de un metro. ¿En qué momento sentiría el calor de la bala atravesar mi piel? ¿En qué momento sentiría que la vida se terminaba? No creo que nadie este preparado para morir. «Y… ¡Pum!» Nada. Unos instantes de silencio. Unos segundos apenas que me parecieron minutos, y de pronto, un horrísono estruendo y un fuerte golpe que nos arroja unos sobre otros, mientras el auto creo da vueltas. Gritos. Maldiciones. Me aferro a ella como puedo, y en el fondo no sé si la lastimo o la protejo. Cristales rotos. Creo incluso haber escuchado la detonación de un arma. Mi cuerpo adolorido. Oscuridad.

sábado, agosto 07, 2004

6. Cuadros de una exposición

La galería municipal estaba convertida en el punto de encuentro del mundillo artístico de la ciudad. Iba tarde. Me deslicé entre aquel mar de gente que por momentos asfixiaba. Reporteros, pintores, escritores, los infaltables snobs, de todo un poco. A mi lado pasó un mesero cargando un bandeja repleta de vasos con algún preparado color rojo. Tomé uno. El mejor y el peor sitio para un encuentro era justamente este. Si no eres conocido, y al parecer ese era mi caso, puedes pasearte tranquilamente ante la indiferencia de los demás, lo que a veces es bastante bueno. Los cuadros eran en gran formato, coloridos, pincelazos briosos que originaban cuerpos y líneas de gran fuerza y energía. Supuse que ella se encontraría en la sala principal. Comencé a buscarla. Me vi envuelto por el rumor de voces de la sala, misterioso canto del lenguaje. Después de un par de vueltas por el lugar la descubrí a varios metros de donde me encontraba. Ella no podía verme pero yo sí. Me gustó observarla desde este punto distante, periférico. Sus cabellos cayendo sobre la espalda, el cuerpo delicado y frágil, quebradizo en apariencia. Caminaba de un cuadro a otro deteniéndose en cada uno por varios minutos. De repente giraba la cabeza, quizá buscándome, y entonces me escondía entre la gente para evitar que me encontrara. Sabía que podía molestarse, pero el gusto de mirarla voyeurista, se había convertido en un nuevo y refinado placer. La seguí por toda la exposición hasta que me pareció tomaba camino a la puerta. Con pasos lentos y silenciosos me acerqué a su espalda. Quizá notó mi presencia o simplemente coincidió, justo en ese momento se dio la vuelta. Alargué mis brazos y la envolví. Llevé mi boca a sus labios. Ella no se negó. Flotamos sumergidos en un océano de murmullos.
     La ventaja de contar las cosas desde un presente lejano del momento en que estas sucedieron es que nos da la capacidad de observación que sólo se consigue a la distancia. No es por supuesto novedoso hablar de que los encuentros sin el fin de trascender son los que por alguna u otra razón se incrustan en nosotros con mayor fuerza. Las relaciones en las que no se apuesta nada y no se teme nada. Aquellas en las que uno va franco porque el momento dura un día, una noche, apenas unas horas. Y luego un papel con un teléfono anotado. Un nombre. El temblor en la mano. La duda. El auricular y el sonido que comunica con otra voz a kilómetros de distancia. Pronunciar el nombre. Escuchar el de uno. Intercambio de frases. Escaramuza rápida. Fijación de un nuevo encuentro. Y esa necesidad, ese gusto por una segunda vez ya nos habla que lo fortuito va quedando de lado. Que hubo una semilla sembrada que esta germinando. Nada firme. Quizá después la nada o una tercera. Que será la vencida porque después vendrá la cuarta, quinta y muchas más y entonces se trasciende la barrera y uno es bienvenido nuevamente al mundo de los encuentros y desencuentros, de la desdicha y la felicidad. Pero todo esto en el segundo encuentro ninguno de los dos los sabías. Era el deseo del otro cuerpo, el sabor de una saliva, el olor de la piel sudorosa, ensombrecida por la luz de una luna llena asomándose por la ventana.
     La tomé de la mano y con la otra le acerqué un vaso nuevo. Lo bebió, aunque no dijo nada supe que no le había gustado. De la sala principal nos dirigimos a una secundaria donde caminamos bajo un bosque de pétalos de rosa y redes de hamaca que colgaban del techo. Extraño bosque. Tomé su mano. Mucha luz. Paredes blancas. Quizá un nuevo beso. Volvimos a la sala principal y nos dirigimos a la salida. No teníamos plan alguno. Quizá una pizza. Quizá un bar. Baile hasta la madrugada y después ya no un motel, sería mi casa o la suya incluso, pero hasta ese momento nada hablado.
     «Por ningún motivo apagues tu celular, será nuestra vía de contacto» Esas habían sido las últimas palabras que recibí del comandante. Palabras que recordé al momento de salir de la galería cuando me di cuenta que un misterioso automóvil se encontraba aparcado justo enfrente. Palabras a las que de haber realmente atendido podrían haber cambiado el curso de los acontecimientos futuros, ahora pasados.
     Un par de horas antes me encontraba dentro de una sala cinematográfica por lo que desoyendo los consejos de Jiménez apagué el celular para que no molestara en plena función. Y esto lo recordé cuando las luces de un auto aparcado en la esquina se encendieron y avanzo hacia la puerta por donde salíamos. Tome el aparato y lo encendí. El auto se detuvo a nuestro lado. Del otro auto descendieron dos tipos altos y fornidos de aspecto amenazador. De las bocinas del celular escapó un sonido intermitente para anunciar la recepción del mensaje. La gente comenzó a apartarse del camino que irremediablemente llevaría al par de tipos a nosotros. Ella me miraba inquieta y temerosa. Por mi parte un sudor frío recorrió mi cuerpo cuando leí el mensaje: «Horacio Medina te esta buscando, escóndete». Demasiado tarde. El vidrio polarizado del auto descendió lentamente y tras la ventanilla reconocí el rostro de Medina.
     —Amigo Bruno, nos volvemos a encontrar. Que gusto verte
     —Qué tal…
     —Adoro las casualidades. Encontrarte justo aquí, quien lo creería, justo cuando necesitamos que nos acompañes, hay algunas cosas que queremos aclarar sobre el paradero de Jiménez
     —supongo que no hay forma de negarse…
     —Desgraciadamente no — y miró al par de gorilas que en ese entonces se encontraban ya detrás de nosotros—pero prometo que no será tardado, una visita rápida, mera formalidad.
     —Al menos me dejarás despedirme de ella…
     —La chica viene con nosotros…
     Y fue así como terminamos dentro del auto de Horacio Medina, de quien por supuesto, cabía esperar cualquier cosa.

lunes, julio 26, 2004

5. Out of season

Cuando abrí el periódico y vi la fotografía recordé la sangre manchando la chamarra. Minutos antes, al despertar, había decidido convertir lo sucedido la noche anterior en un mal sueño. En esa clase de sueños que meses, años después de haberlos soñados su recuerdo todavía inquieta. Pero ahí estaba la noticia. La principal de la sección negra del periódico. Pero la historia era diferente a la que yo conocía. En el diario se podía leer como el capitán Horacio Medina le relataba al reportero que el «ahora muerto» había ofrecido resistencia e incluso había robado el arma del Comandante Eduardo Jiménez al cual había amenazado. Del comandante por cierto se desconocía su paradero. Algunos rumores decían que lo tenían detenido porque en realidad el disparo del arma había sido un error del comandante, mientras que otros sostenían que se había dado a la fuga. Lo cierto es que cuando se le busco para corroborar la versión nadie supo en donde se encontraba.
     Terminé mi desayuno y me dirigí a paso lento rumbo a la agencia, apenas a unas cuadras de mi casa, para ver si había algún encargo para mí. Me sentía inquieto. En cada auto detenido veía un posible espía. Las últimas palabras de Jiménez me habían dejado inquieto. «No se de que es capaz Medina, pero cuídate, eres el testigo incómodo». Lo había dicho con una voz neutral. Sin buscar sembrar pánico, pero tampoco sin restarle importancia. «Cuídate, y no dejes que el miedo venza tu sentido común». Dicho esto había partido ocultándose entre las sombras de la calle. El cansancio me impidió pensar en la seriedad de estás palabras apenas balbuceadas a mitad de un apretón de manos. Caí rendido. Buscando el olvido. Quedé una vez más tendido sobre mi cama sin saber nada del mundo circundante.
     Afortunadamente no volví a encontrar letreros en el espejo del baño, ni en ninguna otra parte de la casa. Tampoco sospechas de que alguien hubiera andado de paseo por las habitaciones. En la agencia no había nada. Sin embargo aproveche que tenía unas impresiones pendientes para encerrarme en uno de los cuartos oscuros que quedaban, casi abandonados, prácticamente ya todo es digital. Entre el olor de aquellos líquidos y la ocasional luz roja de un foco de seguridad el celular comenzó a timbrar. Llamada del Comandante. «¿Has visto lo que salió en el periódico? Quieren culparme. No sé que hay tras todo esto pero alguien muy pesado esta tras los hilos que mueven las acciones de Horacio. Pero me preocupas más tú. Ya sabes. No quiero ponerte paranoico. En cuanto vaya sabiendo como van las cosas te informo. Por lo pronto lo mejor es que piensen que he desaparecido».
     Llamada Breve. Sin oportunidad de preguntar, ni decir nada. Volver a la luz lastimó mis ojos. Deje la agencia y fui a encerrarme a casa. Beth Gibbons en el estéreo y un poco de vodka mientras la tarde se va desparramando. Intentar distraerme archivando viejas fotografías. Conectado al Messenger. Chateando con algunos amigos y otros cuantos desconocidos. Esperando alguna noticia del comandante.
     Una de las fotografías fue arrastrada por el aire que entraba por la ventana y llevada atrás de un librero. Al buscarla me encontré con un papel en el que anotara el teléfono de la chica aquella con la que esta historia había comenzado. El vodka y la voz deliciosa de la Gibbons me hicieron alargar la mano al auricular y marcar esos ocho dígitos. Ella del otro lado de la línea. Un estremecimiento en lo más hondo de mi alma. Concertar la cita. La exposición de esa noche.

lunes, julio 05, 2004

4. La conspiración

La sesión fotográfica había sido un éxito. Al menos en teoría. Ya veríamos las fotos impresas en papel y sabríamos si tal afirmación no había sido prematura. El comandante y yo nos quedamos platicando mientras los demás guardaban los instrumentos. Cuando todo estuvo arreglado se despidieron de nosotros y se fueron en una van con el equipo. Justo a tiempo. Las primeras gotas de lo que sería una terrible tormenta comenzaban a caer. Nos metimos al auto del Comandante. De la guantera sacó el Origin of Simmetry de Muse que comenzó a tocar justo cuando arrancamos. Pronto el agua caía impidiéndonos ver el camino. El limpiabrisas a todo lo que daba. Las calles convertidas en ríos y a los lados autos detenidos con las intermitentes encendidas. Del radio del comandante emergía una voz femenina reverberante y lejana. Un eco encerrado en una habitación vacía. «Un dos treinta en Boulevard Américas y Avenida de las Naciones. Un tres ochenta en Periférico y Avenida Central. Cuatro cuarenta en Río Acueducto y Avenida de la Presa, solicitan refuerzos». El auto pasaba arrojando agua a los costados. Olas gigantescas que caían sobres los coches detenidos.
     —A dónde vamos— preguntó.
     No supe que responder. Cualquier lugar daba lo mismo. Tenía hambre y antojo de hamburguesa. Se lo dije. El era el que manejaba y el que definía el camino. Tomamos uno de los circuitos principales. Por ahí se podía avanzar sin tanto problema. No había encharcamientos. El circuito número tres es una avenida elevada. El Agua cae a los costados por los desagües y desciende hasta el drenaje profundo. Dejamos el circuito tres para perdernos por una serie de calles estrechas y mal iluminadas. La noche adelantaba gracias a la lluvia. La intensidad del agua había bajado. Las luces del automóvil alargaban los objetos en las banquetas dándoles un toque monstruoso. Nos detuvimos en un restaurante de comida rápida y ordenamos desde el auto. Había repetido New Born un par de veces y no se cansaba de repetir que era maravillosa. Por mi parte llevaba el ritmo con los dedos y con movimientos de la cabeza.
     Acostumbrado a su andar nocturno, no tardé en descubrir que para el Comandante era imposible desprenderse de su trabajo. Lo amaba. Y ni en sus días libres dejaba de recorrer la ciudad en busca de cualquier suceso que ameritara su atención. No se trataba tampoco de que fuera un paladín en lucha total contra el crimen. Se trataba de alguien con la adrenalina a tope buscando problemas en los cuales meterse. Lo aprendería esa misma noche.
     Camino a casa el celular del comandante emitió un estridente zumbido. Sin aminorar la velocidad tomó el teléfono con una mano y contestó. Por un breve espacio de tiempo su voz se convirtió en una letanía de monosílabos. «Sí» «No» «Aja». Hasta que un «No me chingues» y un repentino rugir del motor me hicieron comprender que esa noche no regresaría a casa temprano.
     Habían detenido a un presunto culpable del asesinato del hotel. En una distracción de los oficiales que lo escoltaban había logrado escapar y ahora se escondía en las azoteas de alguna de las colonias de la ciudad. Un cerco de patrullas y hombres armados cerraba cualquier vía de escape alrededor de la manzana en que se creía estaba oculto el fugitivo. Habían sacado a las personas de sus hogares con el fin de evitar cualquier intento de tomar rehenes. La voz fantasmal de la radio anunciaba que el sospechoso vestía una chamarra amarilla. Pensé que con ese color tan discreto seguramente sería fácil de localizar, aunque probablemenmte ya se la habría quitado. Los policías respetaban al comandante. Se veía en sus ojos y en sus actitudes. Las casas y azoteas eran revisadas de una en una en equipos conformados por tres elementos. «Quiero que revisen también esas alcantarillas. No dejen nada sin revisar. ¿Entienden cabrones? Nada sin revisar. No quiero pendejadas» En el auto seguía sonando Muse. Y creo que la adrenalina del momento y las guitarras aceleradas y agudas me llevaron a seguir los pasos del Comandante. Alguna vez lo había hecho. Aunque no siguiéndolo precisamente a él. En los tiempos de la nota roja. Sabía cuidar mis espaldas y llevar la cámara presta. La búsqueda pronto fructificó. Era un chico de unos diecinueve años muerto de miedo. Lo arrastraban jalándole de la chamarra que efectivamente era de un color amarillo nada discreto. Sangraba de la comisura de los labios y de la nariz. ¿Se habría resistido? Lo dudaba.
     Lo subieron con violencia a la parte trasera del auto. «Yo me encargo de este cabroncito» Escuché una voz violenta y prepotente a mis espaldas. «El capitán Horacio Medina» y el Comandante señaló al individuo que venía en el asiento trasero apuntando con su arma al joven de la chamarra amarilla. El motor del auto volvió a rugir y nos alejamos de aquel maremagnum de luces y policías.
     Feeling good sonaba en las bocinas del auto cuando escuchamos un fuerte golpe seguido de la voz autoritaria de Horacio Medina. «Confiesa hijo de tu reputa madre o me cae que te va a llevar la rechingada» y vimos como golpeaba con la culata el rostro del joven «Confiesa Cabrón». El comandante detuvo el auto en seco. «No hagas pendejadas y deja de golpear al chavo» Era una avenida que la tormenta había dejado a oscuras. «No me chingues Jiménez. No me chingues» La luz parpadeante del estéreo apenas permitía ver nuestros rostros. «Que dejes de hacer pendejadas cabrón». La habitación vacía que se ha movido ahora a mi estómago. «Ahora resulta que eres defensor de los derechos humanos». Jiménez saca su arma y apunta. «Párale Medina. Párale o me cae que te mato». «No estas viendo que este pendejo fue el que mato a la vieja del hotel y que se esta haciendo el idiota para escapar de nuevo» La pistola de Medina apunta a la cabeza del joven. «Baja esa pinche pistola cabrón, no quiero fallas» Las miradas desafiantes. «No quiero fallas» El odio impreso en ellas. «Confiesa hijo de la chingada, confiesa o te vuelo los sesos». El sonido de la detonación me dejó sordo. El fuego que escapó de la boca metálica deslumbrando. El cuerpo del joven se deslizó lentamente sobre el asiento trasero mientras de su cabeza la sangre escapaba a borbotones. Horacio Medina no titubeaba. «´Te lo buscaste pendejo». Eduardo Jiménez dudaba entre disparar a su compañero o llamar a base para informar la situación. «Ya nos cargo la chingada».
     Cuando me dejaron en casa, Horacio Medina aún traía puesta la chamarra amarilla, no le preocupaba en lo más mínimo la mancha de sangre aún fresca que destacaba sobre la tela. «Quizá sólo sea una pesadilla». No encendí ninguna luz. Preferí avanzar a oscuras. Escuché el sonido del auto de Jiménez escapando hacia un destino ignorado para mí. Caí sobre la cama sin quitarme la ropa. Sin mover las cobijas. Duré unos minutos en silencio, pero el silencio esa noche era demasiado para mí. Encendí la radio. En ella la voz de Jules Magenta cantaba: Hay algo ajeno a nosotros que conspira…

lunes, junio 28, 2004

3. Vigila nos un mundo

Cada paso es un rompecabezas. Y una tortura mental la orden que va de la cabeza a los músculos de la pierna para que se levante. Y el estómago con vida propia buscando extirparse a sí mismo. El temblor en el pulso. La llave que no es necesario utilizar porque la puerta ya esta abierta. Pasos inseguros. El alcohol y el miedo. Prudencia. «Estas seguro que puedes caminar» «No quieres que te llevemos». «No hay pedo». Ahora me preguntaba porque había sido tan estúpido de rechazar la llevada. Si alguien esperaba adentro seguramente el comandante y sus amigos podrían haberlo ayudado. Empujo la puerta. Adentro silencio y oscuridad. Una punzada en la cabeza le hizo recordar un requinto poderoso, la única parte del ensayo que le había gustado. El grupo del comandante tocaba con feeling, pero la propuesta no me había emocionado del todo. Quizá porque pensaba que era conducido a una casa de seguridad donde me torturarían hasta hacerme firmar una confesión a cual más de falsa. El lugar así lo hacía creer. Un viejo bodegón abandonado en una colonia cuyas calles se veían solitarias y abandonadas salvo por un par de autos viejos y empolvados que junto a la banqueta parecían esperar algún dueño inexistente. La puerta se abrió con agudo chirrido y dentro todo era oscuridad. Y a pesar de prometer lo mismo que diferente sensación a la de ahora. Un instinto de conservación me hizo detenerme, pero el suave empujón de Jiménez me hizo entrar sin ningún problema. Se hizo la luz. Y entonces me quedo claro. Era el lugar de ensayo de Alter Ego.
     Por el piso cables de un lado a otro, un foco parpadeante, guitarras, bajo y batería, bocinas y aparatos que mi corto entendimiento musical no conocía. Eran cinco. El comandante y otros cuatro amigos. «Te traje porque queremos que nos tomes la fotografía oficial». Incredulidad. «Conozco tu trabajo». «Comenzaste en la nota roja ¿no?» Asentí. «Aunque no lo creas estuve en la exposición del mes pasado. Hasta compre una de las fotografías. Muy bueno el brindis por cierto.» Los demás conectaban sus instrumentos. Las cervezas eran extraídas de un vetusto frigobar. Me alcanzaron una. Silencio. «Este grupo va ser chingón. Nuestro demo va a quedar chingón. Necesitamos pues unas fotografías chingonas» Seguía afirmando con la cabeza. «Nuestra bronca es que no hay lana. Tiene que se de compas.» Silencio. «De los viáticos no te apures, nosotros los pagamos». Esta chela no va incluida en ellos, es cortesía de la casa.» Y no sólo esa, todas las demás que vinieron mientras ellos tocaban cinco o seis canciones para mi desconocidas pero que empezaba a tararear cuando decidieron que el ensayo terminaba. «Entonces que te pareció». Como pude les hice entender que había cosas que me agradaban. También acepté tomar las fotos. Por precaución más que por ganas.
     Entre pues a mi apartamento lamentando mi estupidez. Tratando de pensar que habría hecho alguno de aquellos tipos en mí caso. ¿Serían todos policías? Quizá no. Demasiada coincidencia. Trataba de que mis pasos no se oyeran pero era evidente mi fracaso. De cualquier forma al abrir la puerta me había delatado. Busqué a tientas en la pared el interruptor de la sala. La distancia enorme. Comienzo a sudar. Y el temblor ya no es sólo alcohólico. El silencio con una sorprendente capacidad de aturdir. Los ojos clavados en el pasillo que conduce a las habitaciones ahí cualquiera se podría ocultar y estarme esperando. Me decía a mi mismo que ya había visto demasiadas serias en la televisión. Finalmente encendí la luz. Todo en su lugar. Si habían entrado no era para robar precisamente. Después comencé a darme cuenta. Todos los cuadros de la sala estaban de cabeza. O los tendría yo así y había olvidado ese detalle. Tampoco faltaba ningún volumen en el librero. En las habitaciones todo en orden. Mi olfato buscaba algún aroma diferente. Nada. ¿Habría sido posible que saliera sin cerrar la puerta de la casa? Era casi imposible, sin embargo comenzaba a dudar de mi memoria. Igual y tal vez el asunto no era tan grave. Tal vez yo mismo había abierto la puerta pero por mi embriaguez no recordaba.
Pasado el susto mi estómago no resistió más y tuve que correr al baño. Vomitar. Sentir un extraño alivio. Dejar el pasado en ese remolino de agua contaminada. Llegar al lavabo y abrir el grifo para enjuagar la boca. Encontrar pegada en el espejo la nota

No pasaron más de quince minutos para su llegada. Se veía entero, Como si el alcohol fuera agua en sus venas. Evidentemente no estaba en servicio esa noche pero fue la primer persona que pensé podría decirme algo respecto a esa nota. «Espero que no hayas movido la nota de su sitio» Respondí que no. Esta vez no hubo saludos afectuosos, se metió a mi espacio como si lo conociera con anticipación, directo al baño. Seguía pegada al espejo. Un post-it amarillo con el siguiente mensaje: «No debió llevarse la fotografía».

lunes, junio 21, 2004

2. Alter Ego

Cuando desperté el corazón daba tumbos dentro de mi pecho. Estiré la mano sólo para descubrir que Ella no estaba a mi lado. En el hueco que había dejado entre las sábanas aún podía percibirse cierta tibieza. Una hoja en el buró con un teléfono fue su despedida. Por mi parte yo trataba de recuperar el ritmo normal de mis latidos mientras me preguntaba cuál sería la razón de llevar un par de días soñando lo mismo. El sueño comenzaba siempre conmigo de espectador invisible mirando hacia una habitación donde el color azul dominaba sobre los objetos: las paredes, un cuadro, una pequeña mesa, una lámpara, un par de sillones, una escultura, un reloj, y lo más importante una chica de mirada perdida en un vestido azul escotado y bastante corto sosteniendo en sus manos un papel. Todo azul salvo la alfombra y las cortinas pintadas de un sanguinolento color rojo. Tenía la certeza de que esa imagen era la imagen de un cuadro que había visto en alguna exposición no hacía mucho tiempo. En el sueño recuerdo que entraba a la habitación y la chica no se movía. A sus pies se encontraba el cuerpo de un hombre boca abajo. Muerto. La mano extendida. Dramática. Rígida pero a la vez a punto de moverse. Me acercaba a ella y me ponía frente a sus ojos perdidos. Nada. Algún parpadeo de vez en cuando. A mi lado creía escuchar el zumbido del foco de la lámpara. El reloj avanzando hacia un futuro que se volvía presente. Miraba los pies de la chica. Unos zapatos blancos. El zapato del tipo a un lado de donde ella permanecía sentada. Estiré mi mano hacia su rostro. Rozo apenas sus labios. Su rostro se transforma. Comienza a transformarse en una gorgona. Sus cabellos se vuelven serpientes. Su piel amarillenta. Y entonces abre la boca y un agudo sonido lastima mis oídos. Y entonces. Siento como la mano del tipo, muerto, se aferra a mi tobillo. Garfio. El dolor aumenta. Como si alguien con una navaja estuviera serruchando mi piel. Y no puedo moverme. Ni llevar mis manos a las orejas. Se escuchan extraños gruñidos a mi espalda. El foco de la lámpara comienza a parpadear. Se apaga. Y entonces despierto.
     Estrujo el papel con el número telefónico y lo guardo en una de las bolsas del pantalón. No tengo idea de la hora. Debe ser temprano. El día aún se siente fresco. Camino por calles grises a la sombra de altos edificios. No hay tiempo de llegar a casa. Directo al trabajo. Llego a la agencia y soy de los primeros. Aún no hay café. Me encierro en el laboratorio. No hay en realidad mucho trabajo. Meto la mano en los bolsillos en busca del teléfono de Ella. Encuentro un papel. Por sus dimensiones se que no es el teléfono. Enciendo la luz. Es la tarjeta que me dio el detective. «Tenemos que vernos nuevamente». Cuánto tiempo había pasado desde entonces. Desde aquella fotografía borrosa del niño. Apenas la recordaba. La imagen de un niño sonriente desvaneciéndose en el papel me hizo pensar en una fotografía de mi infancia. En ella estoy sentado sobre un coche de pedales. Y miro hacía un punto indefinido. Así he seguido. Mirando hacia un punto indefinido. Desde entonces.
     A media mañana el repiqueteo del celular me saca de una junta con el director del despacho. Es él. «Tenemos que vernos». Respondo de manera afirmativa. Siento un leve temblor en mi voz. Me indica el lugar. No es el edificio de la policía. Su voz es afable. Me parece escuchar de fondo el estridente ruido de un poderoso conjunto de metal. «Revise la tarjeta. Revise la tarjeta. Ahí viene la dirección y mi teléfono». Y cuelga. Regreso a la junta y ahí está mi jefe con una mirada de reproche. Sonrío.
     Salgo de la agencia cansado y aburrido. Con ganas de que embotar mis sentidos. Entro al supermercado de la esquina y compro algo de licor. Voy bebiendo por la calle. Es mi hora favorita. El cielo se tiñe de amarillo. La luz de ese mismo color envuelve los edificios y las calles. Bebo. El alcohol navega en mi boca. Un auto se detiene a mi lado. Miro de reojo. Se abre la puerta. Es una patrulla. Escucho el golpe del metal al cerrarse. Unos pasos apresurados. El sonido de una gabardina. Bebo. Una mano firme en mi hombro. «A dónde con tanta prisa». Su voz retumba en mis oídos. Bajo el brazo. Volteo. Es él. El detective. Sonríe. Esbozo un saludo. Recuerdo que habíamos quedado de encontrarnos. Pienso en una excusa. «Que bueno que nos encontramos. ¿Qué casualidad no?» Respondo afirmativamente. Extiendo el brazo y le ofrezco la botella. «Aquí en la banqueta no, pero subamos al auto». Su voz es amable pero autoritaria. Supongo que no me queda de otra. «Y bien amigo mio. Espero que ya tenga una idea sobre lo que le quiero decir». Esbozo un sí sin convicción a manera de respuesta pero no tengo ni la menor idea de que es lo que pretende. Del bolsillo del pantalón saco un papel arrugado. Es su tarjeta. «Ah veo que conservó la tarjeta. ¿Nos ha escuchado?». Digo que no. Agacho la cabeza y miro la tarjeta. «Pues esta de suerte. Justo iba para el ensayo. Sé que le encantará. No podrá rehusarse a trabajar con nosotros. El destino nos puso en su camino» En la tarjeta leo: «Alter Ego. Rock. Eduardo Jiménez, El Comandante, voz».

lunes, junio 14, 2004

1. Una fotografía borrosa

De la habitación me llega el sonido poderoso de un video de Nirvana, Soundgarden, o Stone Temple Pilots. Ella acaba de salir del baño y se viste. Mtv en la televisión. El calor de la tarde había sido insoportable. El baño aún olía a ella. A una mezcla de vapor, jabón, shampoo y ella. Recuerdo con placer como me gustaba bañarme con la puerta abierta y saber que ella se movía en la habitación. Imaginar como se ponía su bragas sedosas. Sus medias. Sus ropas. Cerrar el grifo y tomar la toalla. Salir en el momento justo para ver en el espejo su espalda aún desnuda y la mano cepillando su largo pelo negro. Acercarme a ella lentamente y dejar caer un beso sobre su cuello. En la televisión algún video musical. Y hace cuanto de esto. Seis siete años. La cronología es lo menos importante.
     Decir que sucedió en cualquier ciudad sería atentar contra la verdad. Lo cierto es que los acontecimientos sobre los cuales comienzo a escribir sólo pudieron suceder aquí. En esta urbe. Porque es falso que cualquier lugar sea lo mismo para el curso de las acciones. No es lo mismo una ciudad enorme donde nadie se entera que sucede al vecino más próximo que un pequeño núcleo urbano donde todos saben que hace cada habitante del lugar. Decir que esta ciudad es una ciudad media también sería mentira pero sea acerca más a la verdad. A final de cuentas qué es una historia. Qué parte de lo que escuchamos o leemos es verdadero. Qué se apega al transcurso de los acontecimientos. Y aún así, aunque fuera la descripción puntual de las cosas nadie las ve nunca de la misma forma. Hay tantas historias como testigos. Historias que después se multiplican según la cantidad de oyentes. Por eso lo escribo. Para que al menos exista una versión, una de tantas, a la que se pueda recurrir en algún momento. No porque necesariamente todo haya sucedido como lo cuento. Sólo soy testigo.
     Ella desnuda en la cama. Así me gustaba verla y es ese recuerdo el que me acompaña desde su partida. Ella y la televisión encendida. Ella y sus besos. Ella y sus piernas atrapadas en la mías. Ella y su cabello en mis manos...
     Pero los recuerdos son interrumpidos por un golpe seco en el muro. Rostros de extrañeza. Después los gritos de una mujer. Más golpes en el muro. Ella se pregunta que estaría ocurriendo. Le digo que dejemos en paz a los de al lado. Las paredes de algunos hoteles son bastante delgadas. Los golpes en el muro siguen y los gritos son cada vez más desgarradores. Un disparo. El silencio de la sorpresa. Ella con pánico. Me levanto. En la semipenumbra busco mis pantalones. La televisión sigue encendida. Una puerta se abre. Alguien corre por el pasillo del hotel. Salgo del cuarto. Un golpe de calor sofoca mi cuerpo. Ella me dice que no salga. Dudo un momento. El pasillo vació. Le digo que no hay problema, que no hay nadie. Avanzó. La puerta de la habitación contigua esta abierta. La luz encendida. Silencio. Mis pasos se acallan en la alfombra. Sobre la cama el cuerpo desnudo de una mujer con un disparo en el pecho. Balbucea algo, pero no me acerco. El miedo me paraliza.

La luz roja de una farola de la policía iluminaba la sala de espera del hotel. Nos habían pedido que aguardáramos ahí la llegada del oficial a cargo el cual nos tomaría la declaración. Mucho no diríamos. Golpes. Gritos. Un disparo. El cuerpo de la mujer.
     Vestía de negro. Botas, mezclilla, una playera con el nombre de algún grupo de rock, saco y una gorra que escondía su pelo. Se presentó como Eduardo Jiménez. El Comandante Jiménez. El apretón de su mano contra la mía fue breve pero firme. Saco una pequeña grabadora y comenzó el interrogatorio. Me pareció que no le serviría de mucho y que lo hacía más por rutina que por pensar que encontraría una clave para resolver el asesinato en nuestro relato de los hechos. Nos pidió nuestros nombres y nuestra dirección. Respondimos. Por un momento nos miró sorprendido. Fue una expresión sutil y rápida. Casi imperceptible. Un silencio incomodo. Preguntó si era todo lo que teníamos que decir. Asentimos. Volvió a estrechar mi mano y se retiraba cuando recordé lo de la fotografía. Lo detuve. “Hay algo más”. La saqué del bolsillo. Una fotografía borrosa con un niño ocupando casi todo el papel. “La encontré en el pasillo”. Me miró con desconfianza. “No pude resitirlo. En mis tiempos libres me dedico a la fotografía. Después olvidé que la había levantado”. Su mirada fija en mi. Tomó la fotografía y la metió en una de las bolsas del saco. Llevó una de sus manos a la parte trasera del pantalón y por un momento creí que sacaría las esposas y me detendría por ocultar información o un cargo semejante. Dejó en mi mano una tarjeta. “Tenemos que vernos nuevamente. Lo llamaré” Dicho esto se retiró. Abrí la palma de mi mano, para mi sorpresa, no encontré en ella una convencional tarjeta de detective sino un colorido papel con el nombre de una banda de rock ocupando la mayor parte del espacio.